Dr. Luis Paulino Vargas Solís

Economista / Investigador

CICDE-UNED

 

Hay personas que son de esa opinión. No solo afirman que economía y astrología vienen siendo la misma chorrada, sino que, todavía más, no lo piensan dos veces para lanzarse con que ser economista equivale a ser el más perfecto vago e inútil. Que, a veces, puede que tengan razón, pero no es cosa de meter a todo el mundo en el mismo canasto.

Tan enconado desprecio se alimenta, además, de la limitada capacidad de predicción que la economía posee. Y entonces dirán: “eso no es una ciencia, puesto que no tiene capacidad predictiva”. A decir verdad, ni la sismología puede predecir los terremotos ni la vulcanología las erupciones volcánicas, y para la meteorología, con satélites y todo, la predicción de los caprichos atmosféricos sigue siendo un asunto bastante azaroso ¿Diremos entonces que, por esa razón, tampoco son ciencias? Pero, bueno, a menudo la ignorancia es más destructiva que un terremoto, más poderosa que un huracán y mucho más espectacular que una erupción volcánica.

Y, sin embargo, para cualquier persona que haga un esfuerzo por tratar de ubicarse en la Escocia de 1770, debería ser comprensible que lo que el señor Adam Smith dejó dicho en su “Riqueza de las Naciones” (publicada en 1776), significó un enorme paso adelante en la comprensión humana de un sistema económico que por entonces empezaba a revolucionar el mundo, y al que solo decenios después empezó a llamársele capitalismo. Que no se crea, por favor, que don Adam se limitó a parlotear sobre la “mano invisible” (en “La Riqueza…” solo la menciona una única, íngrima, vez). Conceptos que hoy nos resultan familiares -como especialización o división del trabajo- o nociones como la de que el tamaño del mercado es importante, fueron innovaciones introducidas por Smith, algo del todo inédito para la época, todo un viraje copernicano en el entendimiento de un “algo” -el capitalismo- que la humanidad por entonces construía sin consciencia alguna de estarlo construyendo.

El caso es que la economía puede “servir” para mucho más de lo que la ignorancia de alguna gente quisiera admitir, aunque no necesariamente “servir” para algo bueno. Similar a un cuchillo: lo mismo te “sirve” al hacer una dietética y saludable ensalada, que para matar a un congénere humano.

Por ejemplo, la pavorosa crisis financiera mundial de 2008, se vio propiciada, en grado considerable, por los escritos que, desde los años sesenta y hasta finales del siglo XX, produjeron una plétora de economistas, todos hombres heterosexuales, la mayoría estadounidenses, muchos de ellos galardonados con el llamado “nobel” de economía, todo lo cual dio lugar a una corriente teórica a la que esos mismos economistas le dieron el estrepitoso nombre de “nueva macroeconomía clásica”, la cual de “nueva” nada tenía (era solo un refrito de la teoría económica dominante a finales del siglo XIX e inicios del XX), y, como bien se comprobó, tampoco tuvo nada de “clásica”, puesto que la crisis de 2008-2010 se encargó de tirarla al canasto de la basura. Con antecedentes en Cagan y Friedman, aquí hablamos de apellidos tan agasajados como los Muth, Sargent, Lucas, Kyland, Merton, Black, Scholes, Fama.

Pero, entonces, ¿y cómo se logró que aquel desastre de 2008-2010 no se degradara en una depresión económica igual o peor que la de los años treinta? La respuesta tiene el nombre de otro economista: John Maynard Keynes. Este señor, nacido en Cambridge, Inglaterra, en 1883, dejó escrito en su “Teoría General” de 1936, algunas cosillas que proporcionaron las pistas para evitar, en 2008, un hundimiento catastrófico de la economía mundial al pleno. O sea, la torta que los galardonados economistas propiciaron, fue enmendada, al menos en el mínimo grado necesario, por lo que aportó otro economista, que se murió antes de que el “nobel” fuera creado (igual nunca se lo hubieran dado), y, por cierto, como que tirado a la otra acera en cuestiones sexuales (me sospecho que también a Adam Smith le daba por esas).

En fin, es que en la economía hay corrientes y corrientes. Diversos paradigmas, para decirlo elegante, que son, asimismo, paradigmas en disputa. El que sigue siendo dominante es, seguramente, el menos científico de todos, porque ha asumido una misión eminentemente ideológica: tratar de embellecer el orden capitalista, en tiempos en que los capitalistas se volvieron más angurrientos que nunca. Estos, desde luego, retribuyen con largueza la cosmética que así se les ofrece, aunque sin darse cuenta que los beneficios que a la corta eso les proporciona, a la larga les trae problemas mucho más morrocotudos. De ahí la abundancia de medallas, reconocimientos y sabrosos emolumentos, para esa estirpe de economistas que saben decir lo que el poder económico quiere escuchar, aunque sea algo que a la larga -y a veces no tan larga- resulte simplemente desastroso. Y, en efecto, es del caso que el desempeño de ese paradigma dominante es, hasta en el mejor de los casos, bastante deprimente, como lo atestigua lo ocurrido en 2008, o la desastrosa situación del empleo en la Costa Rica actual.  

Y, entretanto, y aunque mucho menos audibles, ahí está la economía ecológica, aportando teoría y evidencia para que entendemos que es vano imaginar que la producción y el consumo podrán crecer indefinidamente, cuando vivimos en un planeta finito, como también está la economía feminista para obligarnos a abrir los ojos antes los enormes aportes del trabajo de las mujeres, que por siglos las diversas vertientes de la economía -incluido el marxismo- mantuvieron en la invisibilidad. O bien las corrientes poskeynesianas, que no les tienen miedo a los escabrosos problemas del capitalismo actual, siempre en búsqueda de respuestas animadas por el muy elemental principio de que toda persona debería poder vivir una vida digna. O sea, y como más arriba lo mencioné: tampoco es cuestión de decir que todo es lo mismo, y agarrar y embutir a tirios y troyanos en el mismo Caballo de Troya.

También debería tenerse un poquito más de cuidado, antes de despachar de una patada más de 250 años de reflexión, debate, investigación, disensos, agarradas de mechas y sacadas de lengua, libros, artículos, folletos, clases, conferencias, y últimamente también comentarios en Facebook, podcasts, videos y hasta memes. Que sirven, sirven. A menudo para lo malo, pero ocasionalmente también para lo bueno.