Priscilla Carballo Villagra
La música es la producción artística que tiene más presencia en la cotidianidad de las personas. Difícilmente pasamos un día entero sin escuchar música, sea por voluntad propia, o porque recorremos la ciudad o el barrio y nos llegan notas perdidas en medio del tránsito.
La música es parte de la banda sonora de nuestra vida, prácticamente podríamos narrar etapas y momentos asignándole una canción a cada una de ellas, y al final tendríamos un emotivo recorrido por nuestros tránsitos vitales. Esto se puede hacer tanto a nivel individual como colectivo, pues los Estados nacionales utilizaron la música para generar identidad, desde recursos oficiales como los himnos, hasta recursos no oficiales, como las canciones de los equipos de fútbol que mueven gran cantidad de personas aficionadas.
Por esto, la música y en particular la música popular es un recurso muy importante como activadora de la memoria individual y colectiva. En los últimos 20 años en el país se han realizado una importante cantidad de investigaciones sobre estas, desde ritmos de la primera mitad del siglo XX como el tango, el góspel, el bolero, el calipso, pero también de manera más reciente, personas investigadoras jóvenes han desarrollado estudios sobre ritmos como el rock, el ska, el punk, el metal, el hip hop.
Dentro de estos trabajos, reconstruir la memoria de cómo llegan estas músicas a Costa Rica es una constante, pues seguimos tratando de entender mediante qué procesos complejos llegaron sonoridades desde diferentes latitudes. Estas músicas se nutrieron de nuestro contexto cultural mestizo y empezaron a crear sus propios caminos.
Estudiando las músicas del siglo XX en toda su diversidad podemos darnos cuenta de las migraciones que poblaron el país y sus aportes culturales. También podemos entender cuáles fueron las disputas por reconocer uno u otro ritmo como parte de la música nacional, y las luchas de nuestras élites conservadoras por reprimir los ambientes de relajamiento moral que estas músicas dichosamente empezaban a gestar.
Podemos acercarnos a conocer los espacios de sociabilidad como las cantinas o los burdeles, que se multiplicaron en la capital durante la primer parte del siglo XX. Así como entender la relevancia de la llegada de los primeros artefactos de radios que los comerciantes josefinos ponían en sus negocios para atraer clientes.
Nos dan pistas para reconocer la importancia de los primeros barrios obreros al sur de la capital, que fueron el lugar de creación de las grandes orquestas del país. De estos barrios también surgieron, muchos años después, las primeras bandas de ska o punk, que rompieron estereotipos en esta Costa Rica que entrado el siglo seguía siendo conservadora.
Podemos entender también cómo se “modernizaron” los salones de baile, al convertirse en discotecas. Comprendemos cómo estas experiencias fueron llevadas a las zonas rurales por medio de las discomóviles, que permitían recrear el ambiente de una discoteca en el salón comunal del pueblo.
Analizar las músicas populares es entender el entramado cultural costarricense desde abajo, desde la historia no oficial que se hizo en la cantina, en el salón de baile, en la discoteca, en la fiesta de pueblo, en el baile del colegio. Es pensar la historia no desde los grandes libros, sino esa historia en minúscula que pocos ven, pero que nos revelan contradicciones.
La memoria del siglo XX en el país se construyó también desde todos estos espacios de socialización desde el calipso, el reggae, la salsa, el bolero, el tango, el rock, el punk, el ska, el chiqui chiqui, el metal, etc, y no podemos permitir que nos roben esas memorias. Posiblemente los libros de la historia oficial no las mencionarán, pero muchas personas estamos luchando para contar esas memorias que han hecho vibrar este país.
M.Sc. Julio Solís Moreira
La Costa Rica del 2022 se vislumbra atravesada por múltiples incertidumbres. Hay una sensación de bloqueo institucional, en la cual cada parte de la organización social está urgida de respuestas adaptativas y nuevos cursos de acción. Las respuestas institucionales pasan por un contexto de recorte de los gastos operativos gubernamentales, problemas de inflación, tipo de cambio al alza, desempleo y subempleo, entre otros factores.
Ante tal escenario, las principales problemáticas las sufren los grupos en riesgo, entre ellos, los hogares en pobreza extrema [1], los hogares pobres [2], los hogares vulnerables [3] y los hogares en asentamientos informales y en situación de segregación socio-habitacional. Estos últimos son de sumo interés pues son el reflejo de una cultura de la desigualdad social.
En las últimas dos décadas, la pobreza en Costa Rica se ha mantenido cercana al 20%. La evidencia muestra cómo entre el 2015 y el 2016 salieron de la pobreza un 9,15% de los hogares; mientras otro 7,79% volvió a entrar, así la tendencia, cada dos años hay una tercera parte de los hogares costarricenses en situación de pobreza (Fernández y Del Valle, 2017). Otra evidencia contundente refleja que 1 de cada 3 niños y adolescentes (un 33,52%) vive en condición de pobreza en Costa Rica. Paralelamente, solo 1 de cada dos adultos jóvenes pudo conseguir empleo (al 2020 la tasa de desempleo juvenil alcanzó el 47,4%).
Observado lo anterior, en el marco de la crisis surgida por los efectos de las medidas para controlar la pandemia por la Covid-19, se advierte cómo, durante el año 2020, la pobreza en Costa Rica llegó al 26,2%. Del año 2019 al 2020 los ingresos de los hogares disminuyeron en un 12,2%. Durante el 2021 las personas en situación de pobreza reflejaron las siguientes condiciones: a) un 78,5% tenían un empleo informal, b) el ingreso per capita de los hogares en pobreza fue el equivalente a 65.872,00 colones, c) un 26,0% de las personas no estaba asegurada y d) 30,2% de estos hogares no tenía servicio de internet.
Conforme se restringe el análisis a las escalas mínimas territoriales, del cantón al distrito y luego al barrio, las vulnerabilidades se tienden a concentrar, sea por mayor densidad poblacional, hacinamiento y acumulación de desventajas en los denominados asentamientos informales, lugares donde viven unas 228.036,00 personas, equivalentes a 75.328,00 hogares.
Muchos de esos asentamientos son urbanos, es decir, se encuentran en las ciudades donde está concentrada la mayor cantidad de población. Por ejemplo, en diez distritos de San José [4], los cuales tienen altas vulnerabilidades, se acumularon un total del 28,6% de casos positivos de COVID-19 entre la población de 0 a 19 años desde el inicio de la pandemia hasta el 5 de setiembre del 2020. En los asentamientos informales aumenta, de manera considerable, el porcentaje de viviendas en mal estado y en tugurio, hay mayor incidencia de homicidios, mayor rezago escolar, disminuyen los años de educación media, hay mayor porcentaje de viviendas con hacinamiento según dormitorios, entre otros indicadores.
Lo argumentado refleja una cultura de la desigualdad, en la cual se ha normalizado la fragmentación social en la que unos tienen muchos recursos y otros muy pocos (apenas para la supervivencia). Tal contexto tiene sus consecuencias sociales y reflejan una crisis sistémica a escala urbana en un escenario de denigración espacial y “guetificación” urbana, con impactos en el mediano plazo en ámbitos como la cohesión social, el acceso equitativo a los servicios públicos urbanos (mobiliario, áreas comunes y espacios públicos), así como un aumento de la conflictividad y la violencia urbana; también hay efectos en la participación ante un escenario de deprivación y desesperanza en zonas donde el Estado puede significarse como ausente.
Si se orienta la reflexión hacia la acción, se encuentran significativas dificultades para poner en práctica la política pública, las cuales obligan a un gobierno eficaz, a la focalización, la implementación de políticas públicas basadas en evidencia, el aumento del gasto operativo para el trabajo a escala territorial y barrial, así como el acompañamiento de las poblaciones mediante facilitadores locales para unirse a los habitantes en la construcción de proyectos comunes y facilitar el asociacionismo local.
[1] Hogares que no tienen un ingreso suficiente para adquirir una canasta básica alimentaria.
[2] Tiene al menos una carencia social (entre los indicadores de rezago educativo, acceso a servicios de salud, acceso a la seguridad social, calidad y espacios de la vivienda, servicios básicos en la vivienda y acceso a la alimentación).
[3] Aquellos hogares que superan la línea de la pobreza, pero están “cerca” del nivel de pobreza.
[4] Distritos: Pavas de San José, Uruca de San José, San Felipe de Alajuelita, San Sebastián de San José, Hospital de San José, San Francisco de Heredia, Hatillo de San José, Los Guido de Desamparados, Purral de Goicoechea, Concepción de Alajuelita.
Fuentes
Fernández, A., & Del Valle, R. (2017). Factores explicativos de la reducción de la pobreza por línea de ingreso y de la pobreza multidimensional en Costa Rica del año 2015 al 2016: un estudio de panel. San José: ESTADO DE LA NACIÓN.
Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC).
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