Gustavo Gatica López
Investigador CICDE-UNED
En su país natal don Rafa se formó profesionalmente en el área de geografía. Quizás sea más preciso indicar que su preparación fue en cartografía militar. Por diversas razones llegó a Costa Rica hace unos años. Regularizar su situación migratoria no fue tarea fácil, muchos trámites, altos costos y largas esperas. “Cada vez que tenía cita en Migración tenía temor que no me dieran el permiso para quedarme en el país” me comentó. Y finalmente, obtuvo un permiso de permanencia.
Vivió y trabajó unos años en el Valle Central. Durante ese tiempo, desarrolló el gusto por aprender sobre la agricultura orgánica. De manera autodidacta leyó cuanto manual cayó en sus manos, siguió numerosos tutoriales en línea y, asistió a cursos sobre agroecología.
Con claridad de querer trabajar la tierra, se trasladó con su esposa a Coto Brus, al Sur del país y con mucho trabajo consiguieron una pequeña parcela. Ahí sembró yuca y plátanos y empezó a aplicar todo lo que había aprendido. Con recursos propios y el apoyo de una organización pudo ir a un curso sobre agroecología a Brasil. Pero no todo era perfecto. Como muchos agricultores nacionales, también sufrió de las condiciones que imponen los intermediarios, esos que ganan con el trabajo ajeno y no enfrentan ningún riesgo.
Inquieto como es, se pregunta frecuentemente por qué, Costa Rica se promueve como un destino turístico “sin preservantes artificiales” y, a la vez, es uno de los países con mayor consumo promedio de plaguicidas por hectárea a nivel mundial. Justamente, hace diez años, este país era el número uno a nivel global en el uso de plaguicidas por hectárea y su consumo, se ha mantenido.
Hace cuatro años don Rafael logró conseguir “unos hijos” de piña, los sembró en su parcela y logró que se adaptaran al clima de Coto Brus. Dejó la yuca y sembró su parcela con piña orgánica. Ya tuvo su primera cosecha y va por la segunda. Está entusiasmado pues ha logrado que una empresa extranjera le haya dado una señal de trato para comprarle las 43,000 piñas que tiene sembradas. Espera pacientemente cada uno de los 14 meses que dura el crecimiento y maduración natural del fruto. En las grandes fincas piñeras del país, este procedimiento se reduce a poco más de seis meses con el uso intensivo de plaguicidas y agroquímicos. Este es uno de los factores que hacen que Costa Rica sea en la actualidad, el principal exportador de piña fresca del mundo ¿a qué costo?
Don Rafa se sabe y se siente migrante. También ama a Costa Rica. A manera de confesión me dice: “quiero devolverle algo a este país, por eso cuido la tierra y eso me nace del corazón”. Con cada piña que siembra y cuida, don Rafa profundiza sus raíces en este país. Así lo hacen, miles de inmigrantes llegados de diversas partes que un día sí y otro también, contribuyen de manera silenciosa a hacer más grande a Costa Rica.
Dr. Luis Paulino Vargas Solís
CICDE-UNED
Expongo aquí, brevemente, algunos elementos para entender el concepto de sindemia.
El SARS-CoV-2, el virus que produce el Covid-19, es peligroso y representa un problema para la humanidad, a causa del contagio. Esto, que parece tan obvio, tiene, sin embargo, importantísimas consecuencias. La cuestión es que el virus se contagia porque somos personas que vivimos unas a la par de las otras, unas con las otras. Es decir, porque somos seres sociales y seres políticos: vivimos en comunidades, anudamos complejas relaciones sociales, construimos estructuras complejísimas llamadas sociedades humanas. Es por eso que un virus puede dar lugar a una epidemia. Más aún, es a causa de que las sociedades humanas se integran a nivel transnacional, incluso a nivel global y planetario, por medio de densas interrelaciones e intercambios comerciales, financieros, informacionales, simbólicos, culturales y, finalmente, por medio de masivos movimientos de personas, por lo que un virus puede transformarse en pandemia.
La cuestión es que las relaciones sociales, económicas, culturales y políticas que construyen y hacen existir las sociedades humanas, son, la gran mayoría de las veces, relaciones asimétricas, desequilibradas, inequitativas, a menudo conflictivas e incluso violentas. Por eso, un problema como el de la pandemia del Covid-19 no significa lo mismo para todas las personas, ni lo mismo para diversos sectores de la sociedad. La problemática alrededor de la vacuna lo ha evidenciado con mucha claridad: el avance de la vacunación ha sido mucho más lento en los países pobres, y especialmente en los países africanos al sur de Sahara, que en los países ricos. Estos últimos han acaparado las vacunas, más allá, inclusive, de sus propias necesidades, mientras al resto del mundo las vacunas le llegaban a un ritmo muy lento, o no les llegaban. Aunque en mucho menor grado que otros países, Costa Rica también se vio afectada por ese desbalance, nada de lo cual es inocente. De hecho, es algo que tiene terribles consecuencias, ya que implica que se perdieron muchas vidas que pudieron salvarse.
En algún momento, ojalá en un futuro cercano, es necesario realizar un estudio en profundidad de las implicaciones de la pandemia en los diversos sectores de la sociedad costarricense. Se puede anticipar que se descubrirá un patrón consistente: los sectores de bajos ingresos, que viven en barriadas urbanas empobrecidas y dependen de empleos de baja calificación, mal remunerados y muchas veces precarizados, han sido, muy seguramente, los más afectados, los que mayor cantidad de personas enfermas y de fallecimientos pusieron. Para esas personas el “quédate en casa” y el teletrabajo jamás tuvieron sentido. La opción siempre fue entre morirse de hambre o morirse del Covid-19.
Esas situaciones de pobreza, desigualdad y exclusión han sido, con seguridad, un motor que alimenta y potencia los contagios y, a partir de éstos, las hospitalizaciones y los fallecimientos. El problema se ha agrandado por esa razón, y, con seguridad, se ha agravado más de lo que era estrictamente necesario, porque el abordaje oficial del Covid-19, sistemáticamente hizo de lado la consideración de tales cuestiones. Reiteradamente, y de forma totalmente unilateral, se apeló a la responsabilización individual, ignorando que distintas personas se desenvuelven en ambientes sociales disímiles, contando con recursos y capacidades asimétricas, lo que inevitablemente influye, y de hecho condiciona y limita, el tipo de respuestas individuales que cada quien pueda dar.
También se ha hecho ver, y es importante no olvidarlo, que el Covid-19 ha tenido implicaciones de género asimétricas. Por un lado, es cierto que, con mucha diferencia, la mayoría de las muertes las ponen los hombres, y ello requiere un estudio que no se limite a las cuestiones estrictamente médicas. Pero, asimismo, es innegable que el confinamiento ha tenido implicaciones especialmente graves y problemáticas para las mujeres: ha multiplicado las cargas de sus responsabilidades de cuido y las ha expuesto a grados incrementados de violencia doméstica. Este último problema -el de una mayor violencia intrafamiliar- posiblemente afectó también a niños, niñas y personas mayores. Para muchas mujeres solas, jefas de hogar, la pandemia significó orillarlas al límite de la miseria extrema.
Por eso hablamos de sindemia: porque el SARS-CoV-2 deviene un serio problema en virtud de que las relaciones sociales en que se asientan las comunidades de que somos parte, son asimétricas, desbalanceadas, profundamente injustas y excluyentes. Ello determina dos cosas, ambas igualmente importantes: primero, produce un agravamiento general del problema; segundo, ocasiona que éste se distribuya desigualmente entre diversos sectores de la sociedad, según el género, el nivel de ingresos, la ubicación geográfica, el tipo de ocupaciones y los niveles educativos de las diversas personas, los diversos hogares y familias y, en fin, los diversos colectivos sociales.
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