Natalia Dobles Trejos
¿Dónde queda esta comunidad que convoca este escrito?
La comunidad de Guararí es una comunidad heterogénea, perteneciente al distrito de San Francisco, cantón central de Heredia en la provincia de Heredia.
Comunidad marcada por el liderazgo de distintas mujeres migrantes encargadas de velar por vivienda digna, acceso a servicios y cuidados de calidad para sus familias.
Es este último aspecto sobre cuidados es el que nos convoca: ¿Cómo ha sido el apoyo del CEN-CINAI a estas mujeres ante el COVID19?
Tal como lo expresa, Gabriela Quesada, jefa de la Regional Central de Heredia: “La pandemia y las restricciones sanitarias, marcan un alejamiento con las familias y sus realidades en el torno del hogar, aunque se intenta vincular trabajos de desarrollo integral infantil con herramientas tecnológicas, con metodologías participativas entre los grupos familiares y con los recursos disponibles a lo interno de los hogares”.
Por ende, la comunicación se torna difícil y esto conlleva a tener poco control y estadísticas reales sobre las violencias domésticas sufridas por las mujeres, niñas (os), adolescentes a lo interno de las familias y se tienen pocas herramientas para hacerles frente, si no existen denuncias directas por parte de las mujeres.
Aun así, la sororidad de las mujeres ejecutoras que atienden el caso de la comunidad de Guararí y su entorno, mantienen una iniciativa de apoyo a las mujeres y familias que deciden acercarse, brindando apoyo y asesoramiento en educación en derechos, atención de la violencia, así como, la atención particular del desarrollo integral de sus hijos/as en edades tempranas, lo cual, no deja de lado el apoyo alimentario y los cuidados dentro de las infraestructuras para aquellas familias que deciden retornar a la presencialidad, aunque de forma aún tímida.
Así; ¿Qué ha pasado en torno al acceso y continuidad de la educación de las mujeres madres jefas de hogar?
La “incertidumbre” se convierte en la protagonista ante los cambios y olas pandémicas de estos dos años y con ello, la ejecución de los presupuestos de las infraestructuras presenciales de cuidados maternos infantiles en cada una de las comunidades.
Algunas mujeres madres han podido continuar de manera virtual su formación de educación abierta durante el contexto de pandemia. Sin embargo, al retorno de la presencialidad que ha sido entrecortada en varias ocasiones a ritmo de los contagios de COVID19, los presupuestos ejecutables para abrir cuidados nocturnos se han visto afectados, con la triste consecuencia de que muchas de estas mujeres han desertado de su educación porque no cuentan con apoyos familiares, vecinales para cuidados de sus hijos(as) mientras continúan estudiando.
Aquí nos enfrentamos a las brechas entre cuidados y derechos de realización personal de las mujeres madres, otra más de las violencias profundizadas por esta pandemia.
No basta con la buena voluntad dentro de las comunidades si no existe una visibilización desde la toma de decisiones de las esferas políticas por agilizar los procesos de gestión presupuestaria para los contratos de cuidados en las comunidades y contextos inmediatos.
Voluntad y apoyo de las trabajadoras del CEN-CINAI está más que comprobado, no obstante, los procesos de licitación tienen una durabilidad de tres a seis meses y con ello, se vuelve a vulnerabilizar el derecho a la educación de las mujeres.
Es aquí donde propongo replantear un retorno progresivo a la presencialidad de estas mujeres que han decidido acogerse al sistema de educción abierta, mientras se reestablecen los apoyos de cuidados presenciales de sus hijos(as) para no afectar más sus derechos.
La organización y los recursos existentes son viables, a lo anterior, por favor, súmenle “Voluntad Política” y más “Empatía”. Tomemos en cuenta que los cuidados nos corresponden a todas las personas como inversión social que disminuye desigualdades, por lo tanto, no debe ser observado como gasto o dejarlo adornado en el discurso de “campaña política”.
Mural realizado por mujeres. (5/4/18). Marisol Varela y Ana Coronado, Guararí de Heredia.
Por Eva Carazo Vargas
Si se atraviesa por la carretera principal el cantón de Los Chiles hasta llegar a la frontera, sin detenerse ni bajarse del vehículo, se podría pensar que es básicamente un desierto verde y homogéneo, cubierto por plantaciones de piña y naranja que se extienden hasta el horizonte, con algunas manchitas de bosque que cada tanto recuerdan cómo era la vegetación original, y con apenas tres o cuatro centros de población muy distanciados entre sí. Para observar más movimiento de personas habría que hacer el viaje en la madrugada o al final de la tarde, cuando cientos de hombres y mujeres se desplazan a pie, en bici, en moto o en camiones para trabajar en las plantaciones.
Sin embargo, Los Chiles es más que eso. Es un lugar hermoso habitado por gente valiente, en el que vale la pena detenerse. Solamente hace falta desviarse un poco siguiendo alguno de los muchos caminitos de lastre que hay al lado de la carretera para que la mirada empiece a llenarse con otras imágenes, o detenerse en algún negocito que no haya quebrado aún (muchos cerraron con el IVA y la factura electrónica, y la pandemia terminó con otros) para conversar con la persona que te atiende, y así hacerse una idea de lo que es vivir ahí.
Los Chiles es belleza, colores y biodiversidad. Humedales que reflejan el azul del cielo, con garzas y colibríes zumbando. Sol abrasador y tormentas furiosas. La brisa fresca de un atardecer resplandeciente en el muelle, mientras la luz va cambiando la forma de las lanchitas y un grupo de jóvenes nadan y hacen clavados desde una rama alta. Casitas sencillas con piso de tierra y fogón de leña, limpias y con puertas abiertas para nosotras. Finquitas agroecológicas e invernaderos campesinos que ayudan a asegurar la comida cuando no hay salario. Grupitos de personas compartiendo el almuerzo bajo un árbol a la orilla de la piñera. Ranchitos de bambú y techo de plástico rodeados de cultivos de maíz y frijol en las tomas de tierras. Es el pollo en salsa, el queso, la natilla, la cuajada, las cajetas y los “chiriviscos” más sabrosos que se puedan imaginar. Es deshacer la maleta después de una gira, colocar las artesanías y guardar el pan, los pepinos, las chilas, la yuquita y los cebollinos que compraste allá, con la certeza de que es un dinero mejor invertido ahí que en un supermercado.
Y Los Chiles es también cariño, valentía y compromiso. Es reuniones en un solar abierto, mientras caminan alrededor las gallinas, patos, perros y gatos de la anfitriona. Es una feria mensual en la que antes del Covid-19 un grupo de mujeres y algunos hombres vendían hortalizas, frutas y otros cultivos que trabajan sin gota de agrovenenos, para demostrar que en esa tierra además de monocultivos para exportación también se produce comida saludable y variada. Es un chiquito que te enseña con orgullo cómo le da leche con chupón a los chanchitos que están criando en su casa. Es cursos de campo para aprender a hacer abonos orgánicos y agricultura biointensiva. Es el temor y la esperanza que conviven en la expresión de la gente que cruza desde Nicaragua por La Trocha, con los 5 mil pesos que le costará que un taxi pirata les saque a la carretera para tratar de coger un bus y seguir adelante en una migración incierta y casi siempre desgarradora. Es la señora que anima a otras a aprender a leer contándoles que ella firmaba con la huella digital y ahora ya va a sacar el sexto grado. Es las rosquillas y empanaditas de la panadería de la Red de Mujeres Rurales, que manejan colectivamente en un perfecto ejemplo de economía solidaria. Es la piel curtida y el cuerpo cansado de un hombre que trabajó en la piñera de 6 de la mañana a 3 de la tarde por cuatro mil colones, y que nos cuenta su día mientras se le ilumina la mirada jugando con su niña y acariciando a su esposa, y también es la mirada de ella cuando le insiste en buscar otro trabajo en el que no lo persigan por ser sindicalista. Es la familia que tuvo que dejar su tierra porque las moscas de establo les estaban matando a los animales, que en pocos años ha transformado un charral en un bosque donde recibe turistas su casa está disponible para hacer un campamento ecologista y organizar mejor la resistencia.
También son las seis jóvenes que una vez por semana se organizan para ir a la UNED Los Chiles a conectarse con nosotras y hacer un curso de facilitación de talleres, porque quieren ayudar a que sus organizaciones funcionen mejor y alcancen los objetivos que se propongan. Son agricultoras, estudiantes, hijas y mamás, eso de leer textos y hacer tareas no siempre funciona, pero hacen el esfuerzo, y poco a poco van ganando la confianza para seguir sus sueños. Ellas imaginan un lugar donde puedan vivir bien, y nuestro trabajo es un grano de arena que se suma para hacerlo realidad.
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