Andrey Badilla Solano
La seguridad social es sin lugar a dudas, el instrumento a disposición del Estado costarricense más importante en la lucha contra la actual crisis sanitaria. Es a su vez un pilar de la justicia social y de redistribución de la riqueza, así como una inversión a favor de la vida. Históricamente los pilares básicos de bienestar han sido: la atención y prevención de la salud, las pensiones y jubilaciones, el sistema educativo y el sistema nacional de cuido. No obstante, un Estado puede requerir de otros pilares del bienestar cuando las condiciones materiales y el progreso en materia de derechos humanos así lo demanden.
Los sistemas de seguridad social constituyen en su definición mínima, un mecanismo de gestión de las contingencias y riesgos de la vida en sociedad, es decir, un sistema de políticas e instituciones de protección social y gestión del riesgo. En este sentido, la seguridad social está estrechamente relacionada con el bienestar social y la política social. El bienestar social se refiere a la calidad de vida de la población en su aspecto material, mientras que la política social se refiere a la gestión de las consecuencias del desarrollo desigual que caracteriza a las sociedades capitalistas. Sin embargo, dicha gestión (la protección social y la gestión del riesgo) se logra mediante tres grandes fuentes: en primer lugar, el bienestar social, es decir, creando las condiciones materiales necesarias para una vida de calidad. En segundo lugar, mediante la justicia social, en otras palabras, creando igualdad de oportunidades y derechos. Y en tercer lugar, a través de la legalidad, del orden legal que rige el aparataje institucional del Estado, aunque sobre este último aspecto debe recordarse que lo jurídico es una expresión de un tiempo político, situado temporal, contextual, cultural e históricamente, que deviene incongruente en la medida que avanzamos hacia un estado mayor de derecho o comprendemos mejor la sociedad y la naturaleza. Es en este sentido que Costa Rica, no es solo un Estado de derecho, sino un Estado social de derecho, es decir, existen una serie de responsabilidades sociales establecidas en la constitución de nuestro país, como: derecho a la salud, educación, al trabajo, a un medio ambiente sano y algunos otros. No obstante, durante las últimas décadas, la seguridad social, sus políticas e instituciones han tenido un enorme deterioro. Por ejemplo, el sistema de financiamiento de la Seguridad Social costarricense parte de la base de las contribuciones tripartitas, es decir del aporte del Estado, los patrones y las personas trabajadoras, pero, debido a la creciente tendencia de la precarización del mercado laboral, debido a la informalidad y al desempleo, así como al frecuente e irresuelto problema fiscal del Estado, la institucionalidad del bienestar aún vigente ha visto un retroceso en la calidad de los servicios ofertados y en su respuesta a las necesidades de los sectores más vulnerables del país.
La salud es un derecho humano y a su vez un bien público, es decir, por un lado es un derecho irrenunciable y exigible por parte de todos los habitantes del territorio, pero y por el otro lado, es un bien tutelado por el Estado en condiciones extraordinarias como la actual pandemia. No obstante, los altísimos niveles de desempleo e informalidad, así como la baja productividad de nuestras actividades productivas, se han convertido en uno de los mayores obstáculos en medio de la gestión de la pandemia. Más del 50% de la fuerza de trabajo del país se encuentra en condiciones de mayor vulnerabilidad debido a su situación laboral, lo que los obliga a tener que incumplir las medidas de distanciamiento físico debido a que dependen de la generación de ingresos por día trabajado, en otras palabras, deben salir a la calle a ganarse el pan de cada día. Parece que el Estado olvida que el acatamiento de las medidas sanitarias solo será posible si se garantizan condiciones para la vida misma, ello exige comprender la relación inversamente proporcional que existe entre la libertad y la seguridad, a mayores niveles de libertad menor la seguridad que puede brindarnos el Estado, mientras que a mayor seguridad menor es la libertad de la que disponemos. En medio de la pandemia, el Estado aplica medidas que reducen la libertad de la población con miras a garantizar mayor seguridad sanitaria, sin embargo, dicho intercambio es imposible sin las condiciones materiales que garanticen la seguridad de los sectores más vulnerables, como: personas desempleadas, en informalidad y en condición de pobreza. Lo anterior requiere de al menos las siguientes medidas:
Transferencias monetarias que garanticen un piso de bienestar durante toda la pandemia y no solo durante pocos meses.
Bancos de alimentos mediante el sistema nacional de cuidados.
Acceso gratuito a TICs, tanto en equipo como conectividad para toda la población estudiantil.
La creación de un seguro de desempleo.
La evaluación del perfil de las personas internadas en la unidad de cuidados intensivos, así como con orden sanitaria con tal de crear estrategias de comunicación y prevención más efectivas.
Una estrategia nacional de comunicación focalizada en la infodemia y en la agnotología, es decir, de la creación social de la ignorancia.
Una reforma fiscal progresiva.
Por último, no debe olvidarse que es importante que la economía crezca pero aún más importante que la economía reparta y que los determinantes sociales de la salud son centrales en la creación de estrategias más efectivas que superen las limitaciones del mero análisis epidemiológico.
Andrey Badilla Solano. Doctorando del programa Análisis de Problemas Sociales de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de España. Magíster en Estudios Latinoamericanos con énfasis en Cultura y Desarrollo de la Universidad Nacional de Costa Rica. Licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Costa Rica. Investigador del Centro de Investigación en Cultura y Desarrollo de la Universidad Estatal a Distancia de Costa Rica.
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Por Eva Carazo Vargas y Tanya García Fonseca
Es una experiencia transformadora cuando unas coordenadas geográficas dejan de ser una referencia en un mapa, cuando se convierten primero en imágenes y poquito a poco también en sensaciones, en olores, sabores, sonidos... pero es todavía más apasionante cuando ese lugar se convierte en gente, en sus nombres y costumbres, en sus anécdotas y realidades.
Eso se vive en el trabajo de investigación, cuando es posible hacer trabajo de campo, y especialmente si se aborda con participación de las comunidades (geográficas o de sentido) relacionadas con el tema que se está investigando. Aunque se trate de hacer observación no participante siempre se crea un vínculo con la comunidad en que se está desarrollando la investigación, cuando se empieza a desmenuzar y comprender sobre sus dinámicas, sus formas de relacionarse, sus costumbres, el observar su cotidianidad, esta práctica se convierte en una nueva experiencia para quién investiga, se convierte en una nueva pieza de rompecabezas que conforma parte de su vida y le permite ampliar su mirada, le da la oportunidad de experimentar la vida desde otras perspectivas, de observarla a través de otras miradas y ampliar su comprensión del fenómeno social, además le da nuevas herramientas para hacer frente a situaciones similares que se le puedan presentar en el futuro. Pero también, le agrega un dolor cuando ve realidades que no puede transformar como quisiera, cuando observa injusticias, entonces, no es que hace oídos sordos, sino que se llena de fortaleza para aceptar que el cambio nunca es inmediato, que mientras sea fiel a sus principios e ideales y sea respetuoso y moralmente ético, sus acciones poco a poco irán aportando para transformar la realidad.
Al investigar, ese lugar/comunidad se va a ir convirtiendo en recuerdos cargados de sentidos y emociones y además en datos, en dinámicas sociales y en relaciones de poder, en la intersección de contradicciones y desigualdades y además de resistencias, saberes y alternativas… Ese lugar puede darle forma a preguntas y a reflexiones que a su vez renuevan la mirada cada vez que se regresa, y se transforma también con la huella que dejamos. Se trata de un proceso que sigue métodos rigurosos y tiene sus propias formas de registro, sin embargo, es difícil que un artículo o un informe académico recoja el estallido de colores de una finca agroecológica, o la resolución en la voz de una campesina que decide defender sus semillas a cualquier costo, o la mirada llena de esperanza de mujeres que buscan aprender cómo presentar un documento ante una institución estatal.
Hay algo de magia en ese camino de ir asociando espacios, rostros e historias con un tema de investigación y con el lugar donde se desarrolla. Por ejemplo, Los Chiles, adonde llegamos desde el CICDE hace tres años como parte de un proyecto sobre los impactos sociales, ambientales y laborales que tiene el monocultivo extensivo de piña. El primer año se llevaron a cabo giras mensuales, se coordinó con otras instancias para poder ir atendiendo diversas demandas por parte del grupo con el que se trabaja en La Virgen de Los Chiles, ese año estuvo cargado de diversidad de reuniones, actividades, rostros, anhelos, esfuerzos, ideas… pero en el año 2020 la pandemia nos obligó a cambiar el chip, apenas hemos podido hacer un par de visitas, y no ha sido sencillo. La comunicación virtual se volvió un reto enorme, porque trabajamos con comunidades donde no hay buena conexión a internet, hay que pensar en el costo que implica para las personas el poder usar los datos para conectarse desde sus teléfonos celulares, además, aunque las estadísticas nacionales digan que casi el 100% de las personas saben leer y escribir, la realidad en esta comunidad es muy distinta; entonces toca tener eso en cuenta, pensar otras formas para seguir en contacto, para mantener el vínculo que se ha ido creando, para conservar la confianza que depositaron en nosotros, al permitirnos no solo entrar en sus casas sino en sus vidas, en sus relaciones comunitarias, en compartir sus sueños para que a través del trabajo en conjunto se conviertan en realidad.
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