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Por Eva Carazo Vargas
Si se atraviesa por la carretera principal el cantón de Los Chiles hasta llegar a la frontera, sin detenerse ni bajarse del vehículo, se podría pensar que es básicamente un desierto verde y homogéneo, cubierto por plantaciones de piña y naranja que se extienden hasta el horizonte, con algunas manchitas de bosque que cada tanto recuerdan cómo era la vegetación original, y con apenas tres o cuatro centros de población muy distanciados entre sí. Para observar más movimiento de personas habría que hacer el viaje en la madrugada o al final de la tarde, cuando cientos de hombres y mujeres se desplazan a pie, en bici, en moto o en camiones para trabajar en las plantaciones.
Sin embargo, Los Chiles es más que eso. Es un lugar hermoso habitado por gente valiente, en el que vale la pena detenerse. Solamente hace falta desviarse un poco siguiendo alguno de los muchos caminitos de lastre que hay al lado de la carretera para que la mirada empiece a llenarse con otras imágenes, o detenerse en algún negocito que no haya quebrado aún (muchos cerraron con el IVA y la factura electrónica, y la pandemia terminó con otros) para conversar con la persona que te atiende, y así hacerse una idea de lo que es vivir ahí.
Los Chiles es belleza, colores y biodiversidad. Humedales que reflejan el azul del cielo, con garzas y colibríes zumbando. Sol abrasador y tormentas furiosas. La brisa fresca de un atardecer resplandeciente en el muelle, mientras la luz va cambiando la forma de las lanchitas y un grupo de jóvenes nadan y hacen clavados desde una rama alta. Casitas sencillas con piso de tierra y fogón de leña, limpias y con puertas abiertas para nosotras. Finquitas agroecológicas e invernaderos campesinos que ayudan a asegurar la comida cuando no hay salario. Grupitos de personas compartiendo el almuerzo bajo un árbol a la orilla de la piñera. Ranchitos de bambú y techo de plástico rodeados de cultivos de maíz y frijol en las tomas de tierras. Es el pollo en salsa, el queso, la natilla, la cuajada, las cajetas y los “chiriviscos” más sabrosos que se puedan imaginar. Es deshacer la maleta después de una gira, colocar las artesanías y guardar el pan, los pepinos, las chilas, la yuquita y los cebollinos que compraste allá, con la certeza de que es un dinero mejor invertido ahí que en un supermercado.
Y Los Chiles es también cariño, valentía y compromiso. Es reuniones en un solar abierto, mientras caminan alrededor las gallinas, patos, perros y gatos de la anfitriona. Es una feria mensual en la que antes del Covid-19 un grupo de mujeres y algunos hombres vendían hortalizas, frutas y otros cultivos que trabajan sin gota de agrovenenos, para demostrar que en esa tierra además de monocultivos para exportación también se produce comida saludable y variada. Es un chiquito que te enseña con orgullo cómo le da leche con chupón a los chanchitos que están criando en su casa. Es cursos de campo para aprender a hacer abonos orgánicos y agricultura biointensiva. Es el temor y la esperanza que conviven en la expresión de la gente que cruza desde Nicaragua por La Trocha, con los 5 mil pesos que le costará que un taxi pirata les saque a la carretera para tratar de coger un bus y seguir adelante en una migración incierta y casi siempre desgarradora. Es la señora que anima a otras a aprender a leer contándoles que ella firmaba con la huella digital y ahora ya va a sacar el sexto grado. Es las rosquillas y empanaditas de la panadería de la Red de Mujeres Rurales, que manejan colectivamente en un perfecto ejemplo de economía solidaria. Es la piel curtida y el cuerpo cansado de un hombre que trabajó en la piñera de 6 de la mañana a 3 de la tarde por cuatro mil colones, y que nos cuenta su día mientras se le ilumina la mirada jugando con su niña y acariciando a su esposa, y también es la mirada de ella cuando le insiste en buscar otro trabajo en el que no lo persigan por ser sindicalista. Es la familia que tuvo que dejar su tierra porque las moscas de establo les estaban matando a los animales, que en pocos años ha transformado un charral en un bosque donde recibe turistas su casa está disponible para hacer un campamento ecologista y organizar mejor la resistencia.
También son las seis jóvenes que una vez por semana se organizan para ir a la UNED Los Chiles a conectarse con nosotras y hacer un curso de facilitación de talleres, porque quieren ayudar a que sus organizaciones funcionen mejor y alcancen los objetivos que se propongan. Son agricultoras, estudiantes, hijas y mamás, eso de leer textos y hacer tareas no siempre funciona, pero hacen el esfuerzo, y poco a poco van ganando la confianza para seguir sus sueños. Ellas imaginan un lugar donde puedan vivir bien, y nuestro trabajo es un grano de arena que se suma para hacerlo realidad.
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“Si tu tienes una manzana y yo tengo una manzana e intercambiamos las manzanas, entonces tanto tú como yo seguiremos teniendo una manzana. Pero si tú tienes una idea y yo tengo una idea e intercambiamos ideas, entonces ambos tendremos dos ideas.” George Bernard Shaw.
La historia mundial nos muestra que los centros de conocimiento han ido cambiando a lo largo del tiempo. En los siglos VIII al XIV el conocimiento sobre matemáticas, astronomía, filosofía, medicina y derecho, estaba fuertemente concentrado por los árabes.
En el siglo XV, con las expediciones a América por parte de países como España, Italia y Portugal, el mundo árabe comienza a perder su centralidad, y ésta se desplaza hacia Europa. El mundo árabe pierde entonces su predominio como centro del conocimiento, al estar el conocimiento muy vinculado a las nuevas relaciones de poder: nuevas formas de acumulación de capital, la facilidad de comunicación, la posibilidad de acompañar los nuevos inventos, de poseer información, y de desarrollar grandes instituciones que lo reproduzcan, divulguen y socialicen. De esta forma, con el paso del tiempo, las universidades comienzan a posicionarse como los principales centros de conocimiento, y las revistas científicas y académicas comienzan a establecerse como el medio más eficiente para la divulgación de los nuevos conocimientos generados.
En nuestra sociedad “moderna”, bajo una lógica capitalista, el conocimiento ha ido pasando a manos de grandes empresas que dictan qué puede considerarse como conocimiento “válido”; siendo este aquel que cumpla con sus condiciones y estándares, y que además pague “cuotas de publicación” para ser aceptado. Entre estas empresas podemos destacar como ejemplo a Elsevier, quien además de ser la mayor editorial de libros de medicina y literatura científica del mundo, cuenta con más de 2500 revistas, es dueña de Scopus -uno de los principales índices científicos a nivel mundial-, y de Top Universities, -uno de los rankings universitarios más reconocidos-.
Estas empresas han convertido al conocimiento en una mercancía, teniendo márgenes de ganancia que superan al de compañías como Apple, Facebook y Google. Para publicar en sus revistas es necesario pagar los mal llamados APC o costos de publicación, que pueden llegar a superar los $9000, y para poder leerlas también hay que realizar pagos que rondan entre los $19 y $42 por artículo. De igual forma venden suscripciones a universidades para que estas les brinden acceso a sus estudiantes. Ademas, al estar basadas en el norte global, sus “estándares” y normativas dejan por fuera gran parte del conocimiento generado en regiones que les son periféricas, como América Latina y África.
En contraste a esta realidad, en América Latina la divulgación del conocimiento científico no está monopolizado por grandes empresas editoriales, y nuestras revistas suelen estar financiadas por fondos públicos y ligadas a nuestras universidades estatales. América Latina es la región del mundo más adelantada en la adopción de acceso abierto del conocimiento, y en el caso propio de Costa Rica, las más de 90 revistas científicas y académicas pertenecientes a las cinco universidades estatales han estado desde sus inicios en completa disponibilidad al público de manera gratuita, permitiendo a cualquier usuario leer, descargar, copiar, distribuir, buscar o usar con cualquier propósito legal; y todo esto sin incurrir jamás en ningún cobro a los autores.
Se debe apuntar a una universalidad del acceso al conocimiento, a su generación a través de la originalidad derivada de las realidades locales, y a no seguir las reglas de juego y los criterios de importancia o calidad fijados desde otras latitudes, sino más bien fijando los propios y actuando en consecuencia, y poniendo fin a la imitación de modelos concebidos en otras regiones.
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